domingo, julio 12, 2009

Estimado señor Brazenas...


Estimado señor Gabriel Brazenas: el motivo de esta carta es para agradecerle públicamente sus desinteresados gestos en favor del futuro de la mayoría de los argentinos. Sin sus dos “errores” arbitrales el domingo pasado en la cancha de Vélez, hoy nuestro país y nuestro fútbol estarían en serios problemas y, me atrevería a decirlo, sumidos en una de las peores anarquías: la de la subversión de los valores y de las jerarquías, que tan necesarios son para el normal desenvolvimiento de las instituciones de nuestra querida Nación.
Por favor, le ruego, haga caso omiso al coro de sirenas que reclaman su cabeza aquí y allá. Usted ha cumplido con su deber: usted les ha enseñado a los argentinos una lección que es preciso que nadie olvide. Ya no es pertinente volver a recordar las dos jugadas –me refiero al gol mal anulado a Huracán y el gol mal convalidado a Vélez– ni remarcar la falta de contradicción de sus fallos –curiosamente en castellano “sentencia” y “error” comparten el mismo sinónimo–, ya todo se ha dicho sobre ese tema.
Tampoco vale la pena remarcar las tintas sobre la buena muchachada del equipo de Vélez que no ha hecho otra cosa que lo que sabía hacer: correr, meter, trabar, jugar con la mayor dignidad que la eficiencia permita y convertirse así en uno de los mejores equipos del campeonato.
A lo que quiero referirme en esta carta es a la impecable, a la valiente –porque toda docencia implica un acto de bizarría–, a la inconmensurable enseñanza que usted ha impartido sin pedir nada a cambio, no sólo a los seguidores de fútbol, sino también a todos aquellos que de una u otra forma se vieron arrastrados por el tsunami de palabras que arrojaron en radios, diarios, revistas, noticieros los periodistas deportivos y de los otros –como el que suscribe esta misiva–.
Le confieso que soy seguidor del género “películas de espadeo” que incluye desde Ben Hur hasta La guerra de las galaxias sin ahorrar en Gladiador, Corazón valiente ni la aparatosa Corazón de dragón. Y una escena del filme Corazón de caballero bien ejemplifica la lección que usted nos ha impartido: en un momento en la justa –cuando la pérfida y engañosa lanza ha derribado de su caballo al plebeyo William Thatcher (interpretado por el ex carilindo y buen actor Heath Ledger)–, el Conde de Adhemar de Anjou se le acerca y desde arriba del caballo le espeta desdeñoso: “¿Qué mundo sería ése en el que un simple paje puede vencer a un noble caballero? Ese mundo no existe ni existirá jamás”.
Es posible que la frase no sea exactamente igual a como yo la transcribo, pero convengamos que las citas siempre hacen justicia poética a las frases originales. Tenía razón el malo de Adhemar: el mundo en el que él vivía y acaso en el que vivamos todos nosotros es éste: en el que un paje nunca puede vencer a un caballero, en el que Goliat siempre gana a David, Jerjes a Leónidas, Esparta siempre vence a Troya, y Roma a Masada.
Estamos en el mundo de Adhemar, claro, en el que los jefes siempre se imponen por la jerarquía antes que por la razón, donde el colectivo tiene prioridad de paso en la calle antes que el Fiat 600, donde billetera mata galán, donde las putas jamás se enamoran de los bohemios, donde los hombres nunca aman tanto como sus mujeres se lo merecen, donde “el bicho chico se enreda en la tela de araña que rompe el bicho grande”. Este es el mundo de Adhemar, en el que “cuando gritas una injusticia, la fuerza te hace callar, como dice el tango”, donde “todo es grupo y todo es falso”, donde “sólo se puede mirar con ojos llorosos y abiertos el desfile de las inclemencias”, donde no hay sargentos Cruz, ni los Jean Valjean. En este barrio, la caballería nunca te salva en el último minuto, debajo de los adoquines no existe la playa, la poesía no es un arma cargada de futuro, besar un sapo sólo te deja el amargo sabor de la baba, las princesas jamás se convierten en dragones y los “dragones no tienen pensado volver” (Nota del autor: hace rato tenía ganas de escribir alguna vez una contratapa y utilizar cuatro veces la palabra “dragón).
Y en este mundo de Adhemar, ¿cómo hubiera sido posible que un equipito de locos egregios que venían de la B pudiera ganarle la final al club que mejor hizo los deberes en las últimas décadas? ¿Por qué le iban a permitir a un hombre como Ángel Cappa –que era elocuente, que era progresista, que creía en el fútbol bonito y lo llevaba a la práctica– que se saliera con la suya? ¿Desde cuándo los poetas pueden campeonar?
Tiene razón Adhemar: “¿Qué mundo sería ése en el que la belleza puede vencer a la eficiencia y al negocio? Ese mundo no existe ni existirá jamás”. ¿O ustedes se imaginan que esos 11 muchachos batiéndose ante la adversidad, de visitantes, en inferioridad de condiciones, podían llevarse por delante al andamiaje futbolero-mercantil?
Por eso, señor Gabriel Brazenas, le agradezco su gesto. Con apenas dos pitazos nos apagó proyector de cine y nos trajo de nuevo a la realidad: no hay Quijotes, no hay Emmas Bovary, no hay Tristanes ni Percevales. Ya que estamos con las frases célebres del cine épico, recuerdo las palabras finales, en Montecristo, de Fernando de Mondego –el malo, claro– quien al ver vencer a Edmundo Dantés –el bueno, obvio– dice: “No soportaría vivir en un mundo en el que tú lo tienes todo y yo no tengo nada” y se bate hasta encontrar la muerte.
Por eso sus dos fallos son un acto de injusticia que ponen las cosas en su lugar: un mundo en el que el Conde de Montecristo vence es un sitio poco previsible para vivir. Con Huracán campeón, ya todo era posible.
Incluso que no siempre ganaran los malos. Sin saberlo, admirado Brazenas, usted tuvo un gesto borgeano. Clausuró la larga noche de la literatura argentina. Porque el fútbol, usted lo sabe, es literatura. En nuestro pobre individualismo –un texto al que siempre vuelvo– Jorge Luis Borges escribe: “El héroe popular (del argentino) es el hombre solo que pelea contra la partida, ya en acto (Fierro, Moreira, Hormiga Negra), ya en potencia o en el pasado (Segundo Sombra)”. Y sostiene que para los argentinos el mundo es un caos y le reclama al Sargento Cruz por haber gritado que él no consentía que se matara así a un valiente y se pusiera a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro.
Usted, señor Brazenas, ha hecho lo contrario: se ha convertido en algo así como el anti Sargento Cruz. Se ha vuelto a poner del lado de la soldadesca y les ha dado su merecido a los muchachitos de Cappa. Gracias a usted, señor Brazenas, el lunes el mundo volvió a ser el mismo.
¿No notó cierta melancolía al otro día en los ojos de los hombres en los cafés, en los subtes, en los colectivos y en las calles? Gracias, señor Brazenas, por devolvernos la tranquilidad y la previsibilidad.
Gracias por conservarnos este mundo de Adhemares y Mondegos. Firmado: Un hombre de bien, como usted

Texto publicado por Hernán Brienza, en el diario Crítica.